Cuántas veces no habremos visto a un niño pequeño (y no tan pequeño) ser dominado por sus emociones. Una rabieta, lágrimas o gritos desproporcionados ante un evento relativamente poco importante o tal vez un cerrarse en si mismo y negar cualquier interacción con el medio, son algunas de las maneras en las que niños, adolescentes e incluso algún mayor, experimentan frustración, enfado, vergüenza o distrés en general.
A lo largo de nuestras vidas, todos vamos aprendiendo cómo expresar lo que sentimos, y una parte importante de ese expresar es la modulación. Las emociones (produzcan estas sensaciones agradables o displacenteras) tienen cada una su razón de ser y estar entre nosotros: ¿qué sería del mundo por ejemplo, si no existiera el enfado? Podríamos pensar, como bien lo explican algunos niños que sin el enfado, “no me importaría si me hiciesen algo malo, no me defendería” o “no me daría cuenta de que algo no me ha gustado”. Cuánta razón tienen… Ahora bien, una expresión desbordada, a destiempo o incluso que pueda hacer daño a la persona que experimenta y expresa la emoción o a otras a su alrededor, no beneficia a nadie. De ahí que la modulación o regulación (como quiera etiquetarse) sea un factor importante a la hora de “dejar ver” lo que se siente.