
Al pensar en nuestra infancia, ¿cuántos de nosotros podemos recordar a nuestros padres, profesores y abuelos animándonos (enfáticamente) a dar las gracias cuando recibíamos un regalo o cuando alguien nos ayudaba con algo?
En lo que a mí respecta, recuerdo que mostrar gratitud y aprecio por lo recibido era tremendamente importante para los adultos con los que crecí. Si bien llegué a comprender con el paso del tiempo que las personas se sentían bien cuando yo les daba las gracias, mucho antes de que el concepto de empatía entrase a mi consciencia, yo vivía la gratitud como como una regla, una cosa más que “había que hacer”: Dar las gracias equivalía a ser cortés.
El ser cortés siempre ha sido y continúa siendo una cualidad muy valorada entre los seres humanos. Todos querríamos asegurarnos de que nuestros niños la llevasen consigo a lo largo de sus vidas. La cortesía habla bien no solo del niño que la práctica, sino del adulto responsable de haberla enseñado. Es una habilidad social que abre puertas. Podríamos decir que sólo nos deja ganancias. Y es, sin embargo, tan sólo una pequeña parte de algo mucho más grande: La gratitud.